En la última reseña de este verano para Pulso Noticias, leemos la novela de este joven escritor polaco publicada en Argentina por la editorial Dobra Robota: la historia de un infierno familiar y, también, la radiografía de un conflicto de clase
Por Juan L. Delaygue
Cuando era niño, le pregunté cómo era el infierno. Mi madre me respondió entonces con sorprendente seguridad, como si ya estuviera ahí, como si la respuesta fuera producto de una autopsia y no de la imaginación
En la película El bar, de Álex de la Iglesia, un grupo heterogéneo de personas, sometidas a presión por circunstancias inesperadas y puestas en el tubo de ensayo de la risa sardónica del cine de este director, desciende metafórica y literalmente al último pozo humano: las cloacas de la ciudad donde ocurre la historia. Algo de este film recordaba mientras leía Mierda, de Wojciech Kuczok. Por dos motivos: en primer lugar, porque aquí también hay un descenso a ese pozo donde se acumula todo el desperdicio de -en este caso- una familia. (Aunque aquí se trata, más bien, de una narración que se adentra en un cúmulo de porquería que ya existe desde el comienzo, que se va revelando de forma paulatina y que, finalmente, acaba por emerger con la potencia del retorno de lo reprimido). En segundo lugar, porque la cuestión de la risa sardónica tiene implicancias particulares: según Heródoto, los sardos -pueblo nativo de la isla de Cerdeña- solían sacrificar a sus padres cuando llegaban a una edad muy avanzada. Los arrojaban desde acantilados y, se dice, reían. Esto último estructura la novela de Kuczok: la historia de un chico que querría ver morir a su tiránico padre, “el viejo K.”, que incluso desea la llegada de la guerra para poder fusilarlo con un justificativo, y que termina riendo para tolerar el suplicio que es su infancia.
El protagonista es el hijo de una familia de clase media venida a menos, el receptáculo de toda la violencia simbólica y física de un padre cruel que, por ejemplo, cuando se enferma lo somete a la escucha de la música de Haydn, una violencia tanto simbólica (con un fuerte componente de clase) como física: “Toda esa pequeña burguesía con pretensiones eternas de orden superior durante siglos se deleitó con Haydn, la música impecable”. La historia gira en torno a ese infierno familiar con el padre a la cabeza pero, también, con la figura de la madre como una fuente de dolor, precisamente por el dolor que ella misma experimenta de forma pasiva: “Mi madre temía irse al infierno después de la muerte; también se quejaba de sus pensamientos suicidas. Y yo me preguntaba si a uno le puede suceder algo más horrible que oír las confesiones suicidas de su propia madre”.
Kuczok no se anda con sutilezas a la hora de narrar, por ejemplo, los reiterados y arbitrarios castigos
que el viejo K. le inflige al protagonista con un látigo, y la lectura de estos episodios conmueve porque están construidos a través de la incredulidad propia de una voz que se presenta inocente e incluso estoica ante la violencia. Pero los latigazos no son el único tormento, ya que los métodos de socialización de todas las instituciones que van apareciendo en la vida del protagonista ejercen alguna forma de violencia hacia aquel que se presenta como lo diferente. Así ocurre no sólo en el seno familiar, sino también en la escuela (con las palizas de sus compañeros y el francamente repulsivo capítulo de los escupitajos) y en el hospital (donde el protagonista es internado para curar su “enclenquez” y también es apaleado por los asmáticos con los que comparte su estadía).
Pero los episodios de crueldad no aparecen para justificar un aprendizaje moral posterior, porque -a la manera de un Seinfeld oscuro- la moraleja nunca llega. Sin embargo no puede decirse que sean gratuitos. Es que allí donde el nihilismo ve la nada (la vida no significa nada), Kuczok ve aquello que da título a esta novela (la vida es una mierda). Lo que pasa de una generación a la otra es una borrosa noción de pertenencia: a una familia, a un barrio, a un país, a un tiempo; y, por consiguiente, el rechazo de todo lo que no se es, rechazo del cual es objeto el protagonista, que se manifiesta en las distintas formas de violencia que recibe desde todos los flancos y que lo lleva a decir: “Nunca le diré a nadie «en mis tiempos», porque ningún tiempo fue mío, incluso cuando lo tuve”. Decir eso sería pasar a ocupar el lugar del discurso totalizante de el viejo K., la victoria del enemigo que acecha en el reverso ominoso de lo familiar.
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