La primera novela de Juan Fernández Marauda, publicada por la editorial platense EME, inserta la tradición del policial en un tono moldeado por el paisaje patagónico
Por Juan L. Delaygue
Voy a robarle una idea a Paula Tomassoni: alguna vez me señaló –con duda pero con acierto– ese extenso corpus de novelas argentinas sobre la “vuelta al pueblo”. El regreso al interior. Me gustaría contribuir a su idea con una observación: la sombra del fracaso, creo, suele teñir esa narrativa como un tono habitual. Sería sin dudas en esta tradición que se inserta El puente de las brujas, primera novela del escritor Juan Fernández Marauda, publicada por la editorial platense EME en agosto de este año. También otros han señalado ya su filiación con el policial, que despunta en una lengua trabajada como una pieza de orfebrería cuyos destellos más luminosos tienen algo de Hammett.
Javier, el protagonista, vuelve al pueblo, a la casa de su padre, cuando éste es internado por algún problema de salud que no se menciona pero se intuye definitivo. Lo que comienza como una nueva novela sobre la muerte del padre gira rápidamente en otra dirección porque el padre en cuestión nunca aparece, o aparece quizás como ausencia, como un reverso o como la piel que Javier viene a calzarse en este lugar junto al río. Está en la casa, en los perros que la habitan, en el paisaje (el paisaje es, en gran parte, el protagonista de la novela). Lo que sí aparece en los márgenes del río es un cuerpo, y con él retornan personajes del pasado que traen consigo su cuota de sombras.
Hay una sensación de amenaza constante en la novela. Los habitantes de la zona no son sino los herederos de cierta paranoia y, también, de cierta violencia; la opacidad del agua del río no es menos un detalle de notación visual que un peligro que acecha bajo la superficie en forma de ramas y raíces retorcidas; hasta los perros del padre parecen amagar con su lado más bestial cuando el hilo de desconfianza hacia Javier se tensa hasta la incomodidad. También el preciosismo de las imágenes está compuesto de esa violencia: “las nubes se derramaron sobre el río como si le hubieran abierto de un tajo el vientre al cielo. Rojas, turbias, retorcidas”. Peligro y violencia, entonces, dos elementos coordinados por los mismos mecanismos que los efectúan y los ocultan a la vez (y acá la trama del policial respira otro aire).
Pero es fundamentalmente de silencio que está compuesta lengua de El puente de las brujas. Es ahí donde se hace cuerpo la sombra del padre, donde se palpa el peligro y se efectúa la violencia. Javier nunca dice: nunca es él quien dice. A él es a quien hablan y a quien hacen decir a través de declaraciones que, presionado, puede apenas firmar. Las pocas veces en que habla duda si en efecto dice o apenas se limita a pensar que dice. “Digo o pienso”, aclara. En esa imposibilidad de articular sobre lo que piensa y de accionar sobre lo que ocurre se fragua la sensación de fracaso que impregna la actitud de Javier (y, en esto, la novela se siente aún más real que la historia que narra).
Cuando el río se lleva todo, lo único que queda es un puñado de imágenes capturadas por el ojo hiperrealista de Fernández Marauda, que tiene la habilidad de enfocar como un microscopio y ensamblar las piezas de la novela como si se tratara de un documental. Un ojo infrecuente, lúcido, que vuelve todo nítido para mostrar las cosas que se ocultan bajo la superficie opaca.
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