Mariana conoce muy bien el proyecto político que llega a las urnas el domingo. Lo conoce porque lo vivió en carne propia, porque decidió ponerle fin al mandato hereditario del apellido. Y porque no fue la única que se despega y repudia el hecho de haber nacido en la casa de un genocida
En 2014, Mariana Dopazo presentó un escrito ante un juzgado de Familia para pedir el cambio de apellido. Su proceso de elaboración le llevó casi treinta años pero, oficialmente desde que la Justicia hizo lugar a su pedido, ella ya no es, porque no se lo permite, la hija de Miguel Osvaldo Etchecolatz, el excomisario genocida.
Ayer publicó en redes: “Quiero decir, desde el más profundo conocimiento habitando el interior mismo del terror del Estado en sus años más sangrientos y convivido con quien y quienes produjeron en los cuerpos el horror, del cual me desafilié, aun antes de la operación de la Justicia sobre mi cambio de apellido: juzgados y condenados, aun no todos, en este momento crucial para la vida democrática, es vital que se sepa que esta ‘gente’ tiene la misma profunda convicción anidada en ese germen histórico, que conozco desde las entrañas y tiene como uno de sus nombres ‘el otro no importa’. De eso se trata en todos los sentidos posibles”.
Cuando Ana Cacopardo la entrevistó en Historias Debidas, Mariana fue contundente: “La potencia política de las exhijas y exhijos de genocidas tiene esta característica: el repudio más íntimo, el último cobijo que no tienen y se inscriben en la línea de memoria y, fundamentalmente, de justicia”.
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