La convención del partido Demócrata que culminó esta semana proclamó la fórmula Biden-Harris para enfrentar al seguro candidato Republicano, Donald Trump, quien va por su reelección. Joe Biden a sus 77 años es un veterano del “stablishment” político, y la senadora Kamala Harris, una joven dirigente afroamericana lo suficientemente “liberal” para intentar atraer el voto negro y latino, pero lo suficientemente moderada para no espantar a los inversores de Wall Street
Por Adolfo Rocha
Atrás quedaron unas elecciones primarias en que el protagonismo inicial se lo llevó el ala progresista del partido, con la candidatura del senador Bernie Sanders, quien ya le había hecho fuerza a Hillary Clinton en las primarias de 2016. Sanders, quien se autoproclama socialista democrático, es representativo de una corriente que recluta sus militantes, adherentes y votantes principalmente entre los jóvenes, la comunidad latina, la clase trabajadora en general –pero particularmente la descendiente de migrantes– y en menor medida, la comunidad afroamericana.
Su programa incluye un salario mínimo de 15 dólares la hora, un seguro nacional de salud universal y gratuito y subsidios para que todo el mundo pueda acceder a los estudios universitarios (en los EE.UU. el nivel de educación superior es predominantemente privado).
Las propuestas de Sanders pueden sonar moderadas, y hasta de “sentido común”, ya que como él mismo dice, su país es prácticamente el único que siendo “desarrollado” no tiene un sistema de salud que contenga a toda su población. Pero para una sociedad cuyo sistema político que en la figura de sus dos grandes partidos adoptó desde hace principios de los años ’80 –a partir de las presidencias de Ronald Reagan– el libre mercado y la flexibilización laboral como normas de vida, suenan a una auténtica revolución.
Los sectores tradicionales del partido Demócrata se movieron rápido para neutralizar los primeros éxitos electorales del ala progresista, consiguieron que se bajaran los candidatos y candidatas que desperfilaban a Biden y lo rescataron de una vergonzosa derrota, al punto de que, luego de la victoria de Sanders en California, fue ganando cada uno de los siguientes Estados en disputa. Hasta que llegó la pandemia…y Sanders dio un paso al costado.
Ex vicepresidente y protegido de Barack Obama, Biden llega a esta candidatura a los 77 años, luego de 47 de actividad político-parlamentaria. Es un típico representante de la clase política, justamente la contracara de lo que representa Donald Trump, o en su propio partido, Bernie Sanders.
Estas características generan dudas entre los analistas sobre su posible desempeño electoral. Por eso probablemente la elección como compañera de fórmula de una mujer afroamericana –pero “moderada” no del sector progresista– tenga que ver con compensar en edad, raza y color de piel trata de congraciarse con esa porción del electorado pobre, negra o latina, mujer o simplemente no cis hétero, que oscila entre votar o los demócratas, o sencillamente no votar –recordemos que en EE.UU. el voto no es obligatorio, y en las elecciones suele participar la mitad del padrón aproximadamente–.
El partido Demócrata necesita sostener, consolidar y engrosar esta “coalición multicolor” y lograr una alta participación electoral de todas estas “minorías”, que sumadas, harían una mayoría respecto de la población “Wasp” acrónimo estadounidense para designar a quienes son de tez blanca, ascendencia anglosajona y de religión protestante.
Pero no sólo sacar más votos. En 2016 Hillary sacó más votos que Donald, pero Donald obtuvo más electores, por eso es presidente. A diferencia de Argentina, donde la elección presidencial es directa y en caso de paridad se decide en doble vuelta, EE.UU. mantiene la elección indirecta: cuando se emite el sufragio se vota representantes a una asamblea, que elegirá al presidente. Cada Estado tiene una cantidad de representantes equis. Por lo tanto, si se ganan la suficiente cantidad de Estados, aunque se saquen menos votos, es posible ser consagrado presidente/a. Fue el caso de Trump.
De hecho, a pesar de que los EE.UU. se encuentran en la peor crisis económica desde la Gran Depresión de 1929, producto de la pandemia y de la desastrosa gestión político-sanitaria de Trump, el actual presidente todavía tiene chances electorales.
No sería la primera vez que remonta una diferencia en las encuestas y lo que es más importante, ha consolidado una base electoral que incluye un activo estratégico que hasta los años ’80 era patrimonio de los demócratas: la clase trabajadora blanca.
La “revolución conservadora” estadounidense posee un componente ideológico nacionalista y racista muy poderoso. Algunos le llaman el componente “populista” que emparenta al neoconservadorismo con la extrema derecha. Pero como bien observa el premio nobel de economía y agudo analista de su sociedad, Paul Krugman, la categoría “populismo” describe otros fenómenos, por lo que sería correcto catalogar estas corrientes ultraconservadoras como “neofascistas”.
El “trumpismo” es la expresión pragmática de la deriva natural de los “neocons”, que ocultan tras el velo de su nacionalismo religioso y racista su clara filiación neoliberal. Justamente son las políticas neoliberales las que llevaron a la pobreza a la clase trabajadora blanca (norte) americana. Pero esa factura la pagan sólo los demócratas, que en los años ’90 abandonaron las doctrinas económicas keynesianas del “Gran Estado” para pasarse al campo de los libre mercadistas: desde Bill Clinton a Barack Obama, el partido Demócrata fue la cara “civilizada y progre” de la globalización neoliberal, dentro y fuera de los Estados Unidos.
Trump es el emergente de una corriente profunda de extrema derecha que logró controlar el partido Republicano: el Tea Party. Dirigentes jóvenes y de mediana edad, militantes del libre mercado, el racismo, la fobia a la que denominan “ideologías de género”, el multiculturalismo y cualquier forma de mirada crítica y libre de la sociedad –en particular de su sociedad– construyeron una red de medios de comunicación afines, fundamentalmente en la web, aprendieron a manejarse hábilmente en las redes sociales y encontraron en Trump el candidato presidencial que les faltaba.
Con él, la extrema derecha estadounidense llegó al poder. Y planean retenerlo durante, por lo menos, 4 años más.
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