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martes 19-11-2024

La dolorosa historia de los hermanos Ramírez: la violencia sexual como tortura

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Desde Pulso Noticias junto a La Retaguardia estamos realizando la cobertura conjunta del “Juicio Hogar de Belén”. Dos hijos y una hija de una mujer fusilada al momento de su secuestro en 1977 fueron llevados durante 7 años a la institución de menores, donde sufrieron todo tipo de torturas y abusos sexuales. Su padre los pudo recuperar años más tarde; se fueron a Suecia y declararon desde allí. (Por La Retaguardia y Pulso Noticias)

✍️ Redacción: Tamara Alfaro Moreno
💻 Edición: Fernando Tebele/María Eugenia Otero
📷 Foto de portada: Capturas de pantalla transmisión La Retaguardia/Pulso Noticias

Carlos Alberto hace intentos para relatar, se mueve en la silla, se acomoda, se le corta la voz, se toca la nuca una y otra vez. Se vuelve importante este último movimiento después de escuchar lo que tiene para decir al respecto de los hechos que cambiaron su vida para siempre. Una noche de marzo de 1977 la familia, compuesta por su madre, hermano y hermana, se despierta abruptamente por los ruidos ensordecedores de los tiros. Un grupo de hombres uniformados y armados atacaban la casa donde vivían. Los balazos atravesaban las paredes haciendo agujeros que dejaban ver hacia afuera de la casa. Uno de ellos impactó en la nuca de Carlos, que comenzó a sangrar. Queda de ese momento una cicatriz que, al tocarla, quizá lo lleve a aquella noche, que le trae “malos recuerdos, pesadillas”, pero también lo conduce a la última vez que vio a su mamá, Vicenta Orrego. Vuelve a ser un niño cuando tocando su nuca relata cómo busca desesperadamente a su perro chiquito casi como un chihuahua, que por los ruidos de los disparos se esconde detrás de la heladera, y al que intenta sacar de allí, sin suerte. Debe abandonarlo por los gritos de su madre, quien le pedía que fuera con ella para que les ayudara a salir de ese infierno a través de la ventana. Vicenta les indica que caminen hasta la casa de los vecinos. Así consiguen salvar sus vidas. Carlos cuenta que camina en medio de la oscuridad de la calle, con sus apenas 6 años y su hermanito de 2 a upa, hasta la casa de los vecinos que le dieron cobijo por un tiempo corto. Relata, tratando de ser preciso, lo más preciso que se pueda, con la mirada y las vivencias de un niño de 6 años.

Al comienzo, el tribunal había solicitado a las personas imputadas por delitos de lesa humanidad que apagaran sus cámaras; es derecho de las víctimas no declarar frente a quienes denuncian. A la vez, las personas imputadas tienen derecho a escuchar para poder defenderse. Por eso apagaron sus cámaras pero siguieron en la virtualidad. En la sala presencial, la imputada Nora Pellicer no es enfocada para que el testigo pueda dar testimonio sin verla.

Antes de eso, el Presidente del ToF 1 de La Plata, José Michilini, informó a Carlos Alberto Ramírez acerca de la carátula de este juicio: “Homicidio y otros”. Entre ese “otros”, se encuentran delitos no mencionados como tales pero que se asocian, al menos para la víctima; uno en particular es “Delitos contra la integridad sexual” que durante el golpe cívico militar fueron utilizados como método de tortura específico sobre todo en contra de las mujeres, aunque no solo contra ellas. Esto puede visualizarse en todas las testimoniales históricas de las sobrevivientes y en el libro “Putas y Guerrilleras”, de Miriam Lewin y Olga Wornat, quizá la obra con más recorrido entre varias que abordaron el tema. Claramente estos delitos se ven agravados en este caso por ser las víctimas tres niños de 6, 4 y 2 años, quienes padecieron en sus cuerpos todo el ensañamiento apropiador de los genocidas.

Carlos Alberto Ramírez declaró el 25 de marzo y su hermano menor, Alejandro Mariano Ramírez, el 1 de abril. Ambos lo hicieron de manera virtual desde Suecia, donde continúan exiliados desde que Carlos tenía apenas 12 años, su hermana María, 10 y Alejandro, 8; salieron junto a su padre, quien declarará después, contando cómo halló a sus hijos e hija desde la cárcel en la que estaba como preso político de la dictadura. En estas crudas testimoniales, se hace evidente la dificultad de ponerle palabras al horror de lo padecido, siempre; pero más aún cuando quienes lo vivencian son dos niños de 6 y 2 y una niña de 4 años. Es posible que operen, por un lado la identificación de ciertas experiencias que, por estar vinculadas a la muerte, naturalmente les resultaran desconocidas solo por ser infantes. Y por otro, la supervivencia ligada a la obligación del exilio en un país en el que el idioma es tan diferente; el sentido de las palabras utilizadas en esta adultez tal vez no alcance para definir el sufrimiento de aquella niñez. Lo que no cambia en castellano o en sueco es el dolor.

Alejandro Mariano, el hermano menor

Una semana después, en su testimonial, Alejandro Mariano Ramírez hace referencia clara a los daños padecidos en esos años de tormentos: “Me hacía caca cuando iba a la escuela, me retaban, no tenía espacio para leer o estudiar en el Hogar; nadie del Hogar me ayudaba con las materias; me cortaron la lengua allí (señalando el frenillo), me hicieron cortar porque no hablaba, me quedé traumatizado, y no pude hablar por muchos años”. Casi al final de su testimonio señala que pudo hablar una vez que se encontró a resguardo en otro país, con la ayuda de su padre y de profesionales de la salud mental que lo acompañaron en ese proceso de develamiento.

El (no) Hogar

Ambos narraron que fueron trasladados de manera transitoria a una institución atendida por monjas en la que, según dice, “podían ser hermanos”. Al respecto, Alejandro refiere: “No podíamos tomar contacto con nadie, no podíamos jugar con nadie (…) no podía mostrar mis sentimientos, nada de mí podía mostrar, no podía abrazar”. Fueron llevados una noche de lluvia, en un auto verde al “Hogar de Belén” donde permanecerán hasta el año 83 en el que su padre logra rescatarlos, luego de ser liberado, desde el exilio y como consecuencia de una larga búsqueda. Más tarde su apellido legal fue modificado con la anuencia de un Juzgado de menores de Lomas de Zamora, a cargo de la Jueza Marta Delia Pons. Fueron apropiados por una familia de apellido Maciel, quienes les impedían vincularse entre ellos como hermanos.

De esta estadía ambos relatan tormentos psicológicos tales como insultos, la transmisión de hechos falsos sobre su madre (que era una prostituta que se había ido con otro hombre), o su padre (que era un mal padre, que tomaba alcohol, que era peligroso). En ambos casos decían que los habían abandonado o que estarían muertos “tirados en algún riachuelo mugroso”. Sobre el impacto de esta violencia Carlos recuerda: “Cuando te dicen las cosas repetidamente, cuando uno es chico, uno cree que es verdad”. Alejandro agrega que “una vez que sos tan chico y aprendes a mentir, no sabes lo que es verdad”. Más adelante refiere crudamente sobre algunas secuelas: aún le cuesta aprender a vincularse con su hermano y hermana o tener amistades; el olvido de ciertas partes de la historia de su infancia; el borramiento de la propia identidad para la suplantación por una nueva; dificultades en la escuela y en el habla; el corte abrupto de toda la red social y familiar conocida por ellos y la obligación del sostenimiento del “secreto”; la imposibilidad de poder hablar con otras personas. Todos signos del impacto psicológico.

El garrote

Alejandro trae desde sus recuerdos la violencia física, que sintetiza en el uso habitual del “garrote de intimidación”. Y por último detalla el abuso sexual que padecieron luego de la violencia física ejercida contra él, como consecuencia de llorar por sus padres y preguntar por ellos. Dice Carlos sobre este punto: “Era una forma de ordenarnos para controlarnos y que no nos rebeláramos contra ellos… Son cosas que no se borran de la cabeza ¿Cómo uno le cuenta a un hijo o a una hija estas cosas? El relato de lo que pasó en marzo lo puedo hacer, pero ¿los abusos? Es como tragarse una piedra; es como competir con alguien, con un monstruo que no podés alcanzar”, afirma con su voz quebrada por la angustia de revivirlo en la acción testimonial. Alejandro señala al respecto: “Los abusos no puedo olvidar, igual que ahora soy sueco, no puedo olvidar”. La Dra. Eva Giberti dice acerca de la explotación sexual de niños y niñas: “Al desagregar el primer ataque de los subsiguientes y asociar ese primer ataque con iniciación, se genera un espacio nuevo en el análisis del tema. El primer ataque encuentra una víctima que desconoce qué va a sucederle o qué es lo que le está ocurriendo; es decir, avanza contra una criatura cuyo equilibrio emocional y físico responde a su historia personal hasta el momento. Después del primer ataque, esa criatura será otra que presiente y sabe lo que le va a suceder, es otro sujeto, vulnerabilidad mediante, ha ingresado en el territorio con el que el atacante (o los atacantes) cuenta como zona de poder instalado, insuperable para la niña o niño. No podrá emerger fácilmente de esa zona”.

Mencionamos en esta nota a la violencia sexual como explotación sexual porque lo que logran decir las víctimas en las testimoniales es que fueron varios hombres los que sometían sexualmente a Alejandro, Carlos y María, y al resto de niños y niñas residentes en el “Hogar Casa de Belen”. Carlos encuadra estos hechos victimizantes en fechas festivas tales como día del niño, festividades religiosas o patrias, en las que los abusadores arribaban con pizzas. Alejandro, en su impactante testimonio, relata: “Ocultaban sus encuentros, nunca nos dejaban andar a la tarde (en relación a caminar por los pasillos del “Hogar Casa de Belén”). En esos encuentros estaban el gordo, el flaco y militares que venían a abusar de los niños. Cuando tenían sus reuniones no podíamos ir al baño, me caía de la cama asustado por los gritos”.

A pesar de todo lo traumático vivido, lograron dar su importante testimonio con detalles claros. Mostraron sus cicatrices físicas y psicológicas vinculadas directamente con los hechos relatados (disociación, encopresis, adaptación, por citar algunos ejemplos) que son detectables sólo al presenciar el juicio que invitamos a ver. Pudieron hablar, con sus tiempos, con sus palabras. Se dieron cuenta de que todo queda guardado en la memoria. Expresaron la importancia de los tratamientos terapéuticos que recibieron en Suecia. Gracias a cada profesional participante pudieron llegar a declarar, a reconstruir sus ganas de vivir, de salir de ese infierno, de recuperar su historia, sus vínculos, de habitar este mundo sin violencia y pedir justicia.

Aportaron datos sobre la red institucional conformada por la Iglesia, la escuela Sagrada Familia a la que asistían, el Juzgado de Menores de Lomas de Zamora a cargo de la fallecida jueza Marta Delia Pons, Clínicas o Sanatorios donde fueron atendidos, que colaboraron en el sometimiento de este grupo de niños y niñas. Carlos transmite que su mayor interés es el de “lograr justicia y reparación por los daños causados”. Vicenta Orrego, la madre de las víctimas, se encuentra desaparecida desde el 15 de marzo de 1977, por ella, por los y las 30.000, memoria, verdad y justicia. Ambos cierran sus testimonios mostrando fotos familiares. Saben que no pueden borrar ese tiempo de horror de sus vidas, como quisieran. Sin embargo, a través de esas imágenes de la niñez, con mamá, papá, hermanos y hermanas sonrientes, nos enfrentan con crudeza a esa vida familiar que el genocidio interrumpió. La Justicia no podrá borrar las huellas del calvario, pero podrá reparar algunas rajaduras, aunque esté llegando tan tarde.

El día lunes 11 de abril fue la declaración de María Ester. Una declaración tan dura como su fuerza resiliente. Podés mirar nuestra transmisión de ese día, aquí abajo.

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