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sábado 20-04-2024

Compartir la sangre y una misma pasión

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Carla y Ludmila no son solo madre e hija. También son compañeras en Las Romanas, el primer equipo de fútbol femenino para no videntes de la Provincia de Buenos Aires. Defensora una, arquera la otra, encontraron en este juego una posibilidad para mantenerse plenas y más unidas que nunca

Por Lautaro Castro

A la hora del picadito, ¿quién quiere atajar? ¿Alguien se ofrece a quedar fijo todo el partido? Digamos la verdad, casi nadie. Puede haber excepciones, claro, pero en general no pasa. Quizás porque es una posición individual, en la que los errores quedan mucho más expuestos, o porque simplemente nos aburre. En general, la forma más equitativa de resolver la cuestión es con el famoso “un gol cada uno/a”. Cuando nos toca, ahí vamos. Todo sea por el bien del equipo.

Algo parecido le ocurría a Ludmila Bianchi a los 10 años, cuando jugaba con sus hermanos y amigos en San Isidro. Ella prefería ser delantera o mediocampista, nunca arquera. No obstante, cuando le tocaba atajar, lo hacía bien. Con el tiempo, a fuerza de revolcadas salvadoras y buenos reflejos, comenzó a sentirse cada vez más cómoda. Hasta que un día dijo: “Me quedo en el arco”. Y nunca más lo abandonó. Hoy Ludmila tiene 20 y es arquera de Las Romanas, uno de los tres equipos de fútbol femenino para no videntes que existen en el país, junto a Las Ablitas (Salta) y Las Guerreras (Córdoba).

El nacimiento de Las Romanas se dio en 2017, gracias a las gestiones de Evelina Cabrera, hoy presidenta de la Asociación Femenina de Fútbol Argentino (AFFAR).A ella había acudido Mirna Gamarra, persona invidente y actual integrante del plantel, quien le manifestó sus ganas de entrenar y, especialmente, de jugar. Acto seguido, Cabrera tomó contacto con las autoridades del Instituto Román Rosell de San Isidro, un emblema de la integración de personas con discapacidad visual, quienes pusieron las instalaciones a disposición. El sueño de Mirna y de muchas otras chicas se hacía realidad.

Ludmila (N°1) y Carla (N°5), posando junto a sus compañeras y el cuerpo técnico de Las Romanas

Mismo equipo, misma sangre

Carlos Bianchi, papá de Ludmila, y Carla Perazza, su mamá, ambos no videntes, pasaron gran parte de su vida en el Rosell y tienen, como muchos de los que pasan por allí, un fuerte vínculo con el instituto. Esa conexión resultaría determinante para la llegada de Lu al equipo. “Unos profesores del Rosell le preguntaron a mi papá si yo quería probarme para atajar. Al día siguiente fui, estaba muy nerviosa”, recuerda la joven en diálogo con Pulso Noticias.

Tal como marcan las reglas del fútbol para ciegos/as, la arquera es la única jugadora vidente del campo y su misión es, además de evitar goles, orientar a las defensoras. Como era de esperar, a Ludmila le costó horrores al principio: “Se me complicaba hacer las dos cosas al mismo tiempo. Era raro, difícil, sentía que no podía. Pero igual, le seguí metiendo. Hoy estoy más segura: atajando, gritándoles para qué lado tienen que ir. Antes capaz no me escuchaban mucho porque me daba un poco de vergüenza hablarles fuerte, pero ahora sí”.

A Ludmila no le tiembla la voz para dar indicaciones, incluso si se trata de su madre ¿Cómo es eso? Carla, la otra gran protagonista de esta historia, también juega en Las Romanas. Con 44 años, es la más experimentada del equipo. De chica incursionó en goalball y torball –dos deportes específicos para personas ciegas- y también en fútbol. “Jugaba con los varones, muchos de los cuales después integraron Los Murciélagos [la Selección Argentina de fútbol masculino para no videntes]. Había pocas chicas que les gustaba el deporte”, cuenta la mujer.

Sin embargo, la experiencia futbolera de Carla no duró demasiado. Sus dificultades para controlar el balón la frustraban. “Soy muy exigente. Si veo que algo no me sale, me abro enseguida”, dice. Se mantuvo alejada de este deporte durante años, hasta que sus hijos comenzaron a practicarlo. A partir de ahí, todo cambió: “Siempre iba a alentar a Ludmila o a Alexis [otro de sus hijos, también arquero en la Selección Juvenil Los Murcielaguitos] al Rosell o a donde fueran a jugar. Me encantaba. Cuando estaba ahí, siempre pensaba: ‘Qué lindo si yo también pudiera jugar’. Pero, al mismo tiempo, escuchaba los gritos que pegaban dentro de la cancha y me enloquecía”. Carla hace referencia al “Voy”, palabra universal que debe pronunciar el o la jugadora que va en busca de la pelota, a fin de evitar lastimar a quien la lleva.

Tanto Ludmila como una profe le insistían para que se uniese al equipo y probara un par de partidos. Ella finalmente aceptó, aunque no del todo convencida. “Había pasado muchos años sin jugar. Pero bueno, con los entrenamientos, me fui enganchando. Conté también con la ayuda de las chicas y de los profes. Mejoré mucho la conducción, ahora no se me escapa la pelota. La voy llevando”.

“Es una excelente defensora, no la pasa nadie. Muy fuerte, aunque algunas veces se pasa de revoluciones”, dice Lu de su mamá. “Guía realmente bien, a veces la retan porque grita demasiado (risas). Es muy buena arquera, le veo futuro”, devuelve gentilezas Carla. Para ellas, jugar juntas es un privilegio y, como tal, tratan de aprovecharlo al máximo. Eso sí, sin sentimentalismos de por medio.

—¿Cómo toman el hecho de compartir equipo con alguien de la misma sangre? ¿Incide en su desempeño?

Ludmila: Me siento acompañada. Es hermoso compartir algo con tu mamá. De todas formas, si la tengo que retar como a las demás, lo hago. Trato de no mezclar los vínculos. Cuando estamos en casa, le doy algunos consejos para que pueda mejorar su juego.

Carla: Dentro de la cancha, la relación madre-hija es como si no existiera. Eso sí, si me pasan, ahí se escucha su enojo y el “¡Má!”. Creo que compartir el mismo deporte y las mismas ideas fue lo que me llevó a decidirme por el futbol. Mi sueño siempre fue tener hijos que hicieran algún deporte y eso es lo que más me llena de orgullo.

El fútbol, un vehículo para salir adelante

Cuando perdió la vista, Carla tenía 7 años. Debieron intervenirla de urgencia por un tumor maligno en la cabeza, pero algo no salió bien. “Después de la operación, empecé a tener complicaciones con la vista, la movilidad y el habla. Me llevó tres años de rehabilitación poder decir algunas palabras de nuevo, caminar. La visión, en cambio, no pude recuperarla. Tengo el nervio óptico atrofiado”, explica.

Para ella, fue comenzar de cero. En ese proceso, el Román Rosell llegó a su vida. Allí, además de aprender el sistema Braille y encontrar un espacio de integración, fue donde comenzó a formar su familia: “Con mi compañero crecimos en el instituto. Después de casarnos, nos fuimos, pero al tiempo tuvimos que volver porque no teníamos vivienda. Nos ofrecieron un departamento hasta que pudiéramos salir adelante. Fueron casi 16 años, hasta que en 2018 pudimos alquilar algo. El Rosell es como mi casa, nos dio una mano muy grande a mí y a mi familia cuando más la necesitábamos”.

Hasta la llegada de la pandemia, Carla estaba muy activa fuera de casa. Además de la práctica deportiva, en el Rosell trabajaba como cocinera y hacía tareas de reciclado. Hoy le toca pasar mucho más tiempo en el hogar junto a sus cuatro hijas –una de las cuales le dio un nieto- y su hijo. “El encierro te afecta, así que trato de buscar cosas para no deprimirme, de estar lo más arriba posible. Si yo me pongo mal, también bajoneo a mis hijos. No quiero que dejen de hacer sus cosas”, dice. Ludmila reparte sus horas entre el trabajo y las clases virtuales en el profesorado de educación física. Su vocación es clara: “Quiero ser técnica, tener mi propio equipo con personas no videntes y ayudarlas a seguir adelante”.

Mientras tanto, los entrenamientos continúan vía Zoom, a la espera de que se retome la actividad en la Liga nacional de fútbol sala para ciegas. Este certamen quedó trunco, al igual que el primer campeonato mundial de la especialidad, que iba a disputarse en noviembre en Nigeria y se pospuso para 2021. La Selección Argentina -que Carla y Ludmila integran- nació el año pasado por iniciativa de la Federación Argentina de Deportes para Ciegos (FADEC). Es dirigida por Darío Lencina, también técnico de Las Romanas y arquero de Los Murciélagos.  

—¿Cuánto influyó el fútbol en sus vidas?

L: Mucho. Con ellas descubrí qué era lo que quería ser. Desde un principio me asombraron con todo lo que hacían dentro la cancha, cómo pisaban la pelota y la manejaban. Compartimos muchas cosas juntas y hoy en día existe una amistad muy linda.

C: Estoy mucho más en contacto con la naturaleza. Me fascina sentir el aroma de los árboles mientras juego, escuchar a los pájaros, estar al rayo del sol, que el viento me dé en la cara. Antes quizás no me daba cuenta de esos detalles, porque los otros deportes que practicaba eran en ambientes cerrados. El fútbol me enseñó a prestar más atención a lo que pasa alrededor. Ojalá, con el tiempo, cada vez más chicas se sigan sumando.

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